Desde el siglo XV, y ahora mas restringido a las procesiones de Semana Santa, algunos cristianos devotos consideraban mas eficaz para el perdón de los pecados la penitencia de los azotes que la confesión sacramental. Desde mi punto de vista, esto no es del todo irracional. Flagelarse a uno mismo tiene por objeto, o quizás mejor, como consecuencia, llegar de manera radical a la parte subconsciente del ser. No sólo nosotros, completamente ajenos a esa práctica, e incluso repugnados por el simple hecho de que exista, sino que los mismos practicantes, encuentran esta metodología, tan alejada de la naturaleza humana, tan fuera de cualquier esquema lógico, que el mismo hecho de llevarla a cabo, rompe violentamente con la parte consciente. Y violentamente impacta en el subconsciente de nuestro ser, produciendo allí marcas indelebles. La esperanza del que practica esta disciplina es que dichas marcas produzcan una sensación de dolor superior a la que ya se sentía, anteriormente. Normalmente el practicante llega a la practica de este método con un gran sentimiento de culpa y, por lo general, ni siquiera entendiendo bien su procedencia. El mal producido por la autoflagelación, siendo superior en intensidad, cubre el anterior y lo asimila. Como de este último si que se entiende bien su origen, deja al practicante con el sentimiento de alivio que se iba buscando.
Así pues, de nuevo se trata de acceder de manera directa y sin interferencias a la parte subconsciente, y localizar un mal que allí se alberga. Pero, como ya hemos dicho, hay otras formas de acceder a la parte subconsciente. No me atrevo a decir aquí que la anteriormente descrita este mal. Simplemente digo que puede que no se ajuste a la personalidad de todo ser humano, y tener procedimientos alternativos será de ayuda a una población mas amplia. El que aquí propongo ahora es el reconocimiento de la verdad. Similarmente a la autoflagelación, reconocer la verdad es también una forma de tortura, quizás incluso mas insoportable que la primera. Muchas veces pasa, al menos a mi, que nuestra reacción ante ciertas situaciones es, simplemente, mentir. Y nuestro consciente se esfuerza en inventar una mentira que sea creíble. Es decir, nuestro cerebro se encuentra gastando su energía en imaginar toda una farsa que pueda, de alguna manera, justificar alguno de nuestros recientes actos. Y toda esa necesidad de construir tal farsa es, básicamente, porque creemos que nuestro acto fue malo. Y por tanto, si decimos la verdad, pagaremos por ello. Pero, teniendo en cuenta que, en realidad, no hay cosas ni malas ni buenas, ¿cómo es que hemos llegado a la conclusión de que es malo? Esto suele ocurrir porque el modelo que tomamos de vida no es el nuestro, el cual, por otra parte, ni siquiera existe, sino un modelo desarrollado por la sociedad e impuesto de manera inevitable a través de la educación. Pues bien, sin modelo propio al que agarrarnos, tenemos un libro que no entendemos muy bien, al que tenemos que acudir cada vez que decidimos hacer o decir algo, para saber si esta bien o no. Si la conclusión de una lectura, que repito no entendemos bien, es que el acto ha sido malo, ya no preguntamos porqué, pues el libro de reglas es por definición lo que nosotros hemos dado por bueno. En ese caso simplemente nos toca ocultar como sea nuestro acto, de forma que nadie se entere del horror que hemos cometido. Quizá se entienda mejor con un ejemplo. El otro día atropellé a un niño con la bicicleta. Iba por la carretera, y de repente de entre dos coches salió sin que ninguno de nosotros dos tuviese tiempo a reaccionar. Caí de la bici, me levante y fui lo mas rápido posible a ver que le habia pasado; Según me acercaba a el, el niño se alejaba de mi con cara de terror. Me costó un instante entender que estaba pasando, pero después estaba claro. El niño, creyendo que había hecho algo horrible, tirando a un mayor de la bicicleta, se alejaba por miedo a la paliza que yo estaría a punto de darle. Al ver que yo me preocupaba por su estado, e intentaba que se despreocupara por el mio, o por el de la bicicleta, se atrevió a dejarme acercar y que examinase el estado de su brazo, que es donde impacto la bicicleta. Entonces empezó a decir que estaba bien y que no se había roto nada. Físicamente parecía estar bien, pero su mirada delató cierta tensión psicológica, y es que según hablaba, miraba al balcón de su casa con cara de pánico, intentando comprobar que su madre no había viso nada, y no le recriminaría después. Es verdad que es sólo una impresión, la que yo me llevé después del golpe. Pero todo me cuadra. Bien, es posible que si el niño hubiese sido capaz de analizar la situación por si mismo, no habría tenido problemas en decidir que no había hecho nada malo, porque simplemente no lo había hecho. Pero intentando manejar un modelo impuesto por su madre, no entendía el valor moral de su acto.
Y esto se enquista en nuestro interior, y se generaliza a cualquier decisión que tomamos, o acción que ejecutamos. A partir de una educación basada en el castigo y el miedo aprendemos que la mentira es la solución. Efectivamente, si nosotros mismos pensamos que hemos hecho algo malo, no podremos defenderlo. Es como decir que estamos viviendo mal. Lo único que podemos hacer es ocultarlo, de forma que los demás, de los cuales nos hemos hecho absolutamente dependientes, no se enteren de el ser terrible que en nuestro interior llevamos. A partir de ese momento, cada vez que nos enfrentemos con una persona, no nos moverá un interés por trabar amistad, sino un deseo de que no vea nuestros pecados. Viviremos pues en constante desconfianza. Midiendo nuestras palabras para no confundirnos, teniendo en cuenta las consecuencias que nuestros actos pueden tener en el futuro, e imaginando las mentiras que nuestra paranoia necesita construir por actos que por defecto entendemos como malos. Y todo eso lleva, entre otras cosas, a la incapacidad de escuchar. No nos relacionamos con gente, simplemente nos miramos y miramos a nosotros mismos, hasta que nos morimos. Y eso, ni es bueno ni es malo, pero limita e impide, de alguna manera, disfrutar de la vida.
¿Pero que pasa al decir la verdad? Teniendo en cuenta que la mayoría de los seres humanos nos regimos por el mismo patrón, aquél que en un principio nos permitió decidir, independientemente de nosotros mismos, si nuestras acciones son buenas o malas, al decir la verdad, es decir, al admitir que en muchas ocasiones nos hemos salido del patrón, cualquiera que nos oiga se escandalizará. En breve nos encontraremos solos y no de forma indiferente, sino que encima nos sentiremos atacados por los que nos rodean. Este no es sino el principio de la laceración. Con la verdad se empiezan a hundir todos los esquemas en los que se basaban nuestros actos. Si el encuentro con la verdad se produce a edad avanzada, digamos por ejemplo a los cuarenta años, quiere decir que llevamos cuarenta años siguiendo unas reglas y que, de repente, no valen. Eliminar de nuestra tabla cada una de ellas supone una herida muy profunda y muy dolorosa. Sobre todo porque, en realidad, no tenemos con que sustituirla, mas que la confianza en que vivir con la verdad ha de ser el camino. Es realmente duro sentirse separado de la sociedad y no querido. Es muy duro empezar a pensar, a los cuarenta años, que tu vida ha sido básicamente una mentira. Días y días pasaran de horror. Ni un solo asidero en el que sujetarse, ningún camino que seguir. Un vacío moral completo. Desolador. Se experimenta un estado de desconsuelo absoluto, y que parece irremediable ¿Porqué seguir viviendo? ¿Para qué?
Con un poquito de suerte, uno continua con la convicción última de que vivir en la verdad ha de servir. Y sirve. De repente empezamos a notar que vivir en la mentira era agotador. Cada dicho o cada acto, debía de estar acompañado de una enorme cantidad de cálculo que nos permita apañar nuestra mentira de forma que nadie se de cuenta. Al decir la verdad, nada le sigue. Simple y llana. Se dice, y se acaba el problema. Es simplemente liberador. Y sólo se puede hacer si de verdad viene de nosotros, pero nosotros en ese momento, no estamos en nuestra parte consciente, completamente intoxicada de mentira, y reglas y educación sociales. Debemos por tanto ir al interior, a la parte subconsciente. Y un manto de sufrimiento, que duerme y atonta el consciente, y que se produce en cada aproximación a la verdad que intentamos, es el que en realidad nos permite entrar en nuestro interior.
El dolor que, por miedo a la verdad, se produce al entrar al subsconsciente la primera vez, es simplemente insoportable. Pero crea el camino. El orificio que se crea, por el que se libera nuestro mal interior, anestesia el padecer la segunda vez. En sucesivas, el uso de la verdad nos fortalece. Estamos dispuestos a comenzar a vivir y, esta vez, somos nosotros.
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